Mundo Ovillo presenta:

Aventuras sarutnevA

miércoles, 22 de agosto de 2012

De amor y de alfombras

El martes se despertó casi fatigada. No es fácil descubrir que el cuerpo tiene un día más, y que las nubes que acechan a lo lejos pueden cumplir con su futuro de agua y viento, pensó. Sin embargo ella se estiró todavía con pereza, adivinó que ya era hora del desayuno y empezó la jornada sacudiéndose la modorra y suspirando bajito como para exorcizar el sueño. La casa era tibia y colorida: a ella le gustaban especialmente las cortinas y los pajaritos de tela que adornaban las ventanas. Tanto, que a veces se sentaba sólo a mirarlos o a jugar un rato con los ornamentos alados entre sus dedos. Había descubierto que si los movía con cuidado hacían un ruido agradable, y cada vez que pasaba junto a ellos le daba ganas de hamacarlos para que suelten su cantar. Miró hacia afuera y tras los vidrios no había nada nuevo. Los techos de las casas linderas seguían siendo grises, y hacían juego con el amanecer de nubes plomizas. Pero la rutina y las horas iguales le permitían tener ciertas certezas que hacían que su vida fuera tranquila y llana: en un rato él iba a pasar a buscarla, más tarde almorzarían juntos, y después cada uno haría sus cosas hasta que la tarde los volviera a reunir. Aunque en el último tiempo había conocido lugares lejanos y vivido sensaciones nuevas, ella siempre quería volver a esa nueva casa, que la abrigaba y la reencontraba con él. Al final del día, ellos se reunían puntuales a los pies de la escalera y desandaban el camino de vuelta a casa; ahí, regocijados de placer de estar juntos otra vez, se despedían de la rutina y se dejaban ser. Entonces de a poco, con menos timidez que ansiedad, se tiraban al piso y jugaban con bolsas e hilos de lana, porque eso es lo que hacen todos los gatos del mundo, sea martes o jueves.

sábado, 28 de abril de 2012

Nadie me avisó

"A mí nadie me avisó", decían los chicos en la escuela cuando la señorita les pedía la tarea y ellos no la habían hecho porque el día anterior habían faltado. "Pero vos tenías que preguntar", retrucaban las maestras con el ceño fruncido. Ese martes llovía, y ya hacía varios días que estaba así. Mi hermana y yo habíamos ido a comer a lo de mis abuelos, y ya en el trayecto de ida la avenida Freyre se notaba más convulsionada que de costumbre. El tránsito se estaba poniendo más intenso que lo habitual, y un raro ruido sordo sobrevolaba las calles. "Se viene el agua", recuerdo que decían los que venían por calle Mendoza, camino oeste-este. Otra vez subió el río, pensamos. Porque sí: lo que para algunos es un hecho insólito, para nosotros -habitantes de este pozo con cara de ciudad- ha sido desde siempre un fenómeno conocido que sucede cada algunos años. Entonces se compran algunas bolsas de arena, se arremangan un poco los pantalones y se espera que en unos días baje el río. Pero esta vez era distinto. Caía la tarde sobre Santa Fe, y las calles empezaron a poblarse de gente y más y más gente cargada de bolsos, autos desorientados, carros con caballos que intentaban escapar de la crecida del Salado. Una sensación generalizada comenzaba a invadir la ciudad: estaba sucediendo un desastre. Entonces, se cortó la luz. Todo el mundo caminaba las calles sin rumbo, intentando alejarse del agua, buscando algún refugio, o simplemente intentando adivinar qué estaba pasando. Apenas iluminaban las calles algunas luces de los autos. Las voces desesperadas en el medio del silencio aún retumban en nuestros oídos. Marina y yo fuimos al club, que desde esa misma tarde ya estaba dispuesto como centro de evacuados. Todavía no sabíamos lo que nos esperaba, pero al filo de la madrugada llegó la primera familia: una joven madre con su hijo, que esperaba al marido con los pocos petates que alcanzaron a sacar de su casa. Eran de barrio Centenario. Y después llegó Mirta con sus hijos; más tarde una familia de barrio Alfonso; después el Lucho; en algún momento llegó José Osvaldo... Cuando al día siguiente hicimos el recuento, éramos más de 80 personas instaladas en los salones que hacían las veces de habitaciones-casas. Mientras tanto, afuera el río había seguido subiendo, había inundado la mitad de la ciudad, había destruido barrios enteros. Seguíamos sin luz, con toque de queda (Gendarmería y helicópteros incluidos) Los días pasaron. Dentro de una extraña normalidad la gente seguía buscando su gente extraviada y cuidando su casa inundada y transitando las calles que parecían bombardeadas. El desconcierto y la rutina se mezclaron, y todo se tiñó de una lúgubre sensación: había que seguir la vida, aún en medio de las ruinas. Terminó mayo y llegó junio. De a poco el río fue cediendo, los vecinos volviendo a su casa, la ciudad retomando el ritmo lento con el que suele andar. Y cada uno empezó a juntar los pedacitos. Algunos con las cosas que les quedaron bajo el agua, otros con las que salvaron, los demás con lo que vieron del espanto. Y después, el invierno. "A mí nadie me avisó", y todavía se nos estruja el corazón.

jueves, 26 de abril de 2012

La gente está loca

Esta mañana se despertó nublada, igual que todas las últimas. Además de la falta de sol también hacía frío; y lo peor es que es jueves, que es el día anterior al más lindo de la semana (lo cual le da un sabor especial: mezcla de alegría y odio, ustedes sabrán entender). Los ruidos desde mi pieza nueva se escuchan distinto: más. Me levanté con una manifestación que cantaba desde lejos algo que no llegué a escuchar, pero pude adivinar una melodía que conozco de la cancha. Supongo que el objeto de los cánticos era más noble que estimular a once jugadores a que jueguen con honor y orgullo por la camiseta, recordando a varios miembros de su familia, amigos y conocidos. En definitiva, la gente cantaba. También cantaba el loro vecino, que en realidad no canta, sino que silba elogios a las chicas, la primera estrofa de la marcha peronista y una imitación muy buena del ringtone de algún celular. Hay que admitirlo: el loro es un genio, e intuyo que en Las Vegas sería millonario. Pero a las 8 de la mañana es un bicho hinchapelotas, que intuyo que hervido a la olla sería un manjar oriental. Y no sé si fue el loro, el frío, la manifestación o el jueves. O levantarme. Pero me desperté de muy mal humor... Y sí, la gente está loca. Por eso yo soy muy gente.

martes, 10 de enero de 2012

Al calor del calor

De repente las gotas comenzaron a rodar: frescas, con gusto a sal, livianas como el aire.
De a una empezaron a nacer tímidas pero crecieron en el camino, a medida que se encendía el vendaval. Consecuencia inevitable del calor, las gotas empezaron a correr y romper contra el suelo. Avivadas por los sacudones, apretujadas, llenas de vida, resbalozas, intrépidas. Cubrían los cuerpos y las cosas mientras se deslizaban en su carrera alocada hacia el fin.
Entonces, llovía. Entonces, los amantes recuperaban fuerzas -sudorosos-, mientras las gotas de transpiración se abrían paso rumbo a la última escala del viaje.