Mundo Ovillo presenta:

Aventuras sarutnevA

sábado, 28 de abril de 2012

Nadie me avisó

"A mí nadie me avisó", decían los chicos en la escuela cuando la señorita les pedía la tarea y ellos no la habían hecho porque el día anterior habían faltado. "Pero vos tenías que preguntar", retrucaban las maestras con el ceño fruncido. Ese martes llovía, y ya hacía varios días que estaba así. Mi hermana y yo habíamos ido a comer a lo de mis abuelos, y ya en el trayecto de ida la avenida Freyre se notaba más convulsionada que de costumbre. El tránsito se estaba poniendo más intenso que lo habitual, y un raro ruido sordo sobrevolaba las calles. "Se viene el agua", recuerdo que decían los que venían por calle Mendoza, camino oeste-este. Otra vez subió el río, pensamos. Porque sí: lo que para algunos es un hecho insólito, para nosotros -habitantes de este pozo con cara de ciudad- ha sido desde siempre un fenómeno conocido que sucede cada algunos años. Entonces se compran algunas bolsas de arena, se arremangan un poco los pantalones y se espera que en unos días baje el río. Pero esta vez era distinto. Caía la tarde sobre Santa Fe, y las calles empezaron a poblarse de gente y más y más gente cargada de bolsos, autos desorientados, carros con caballos que intentaban escapar de la crecida del Salado. Una sensación generalizada comenzaba a invadir la ciudad: estaba sucediendo un desastre. Entonces, se cortó la luz. Todo el mundo caminaba las calles sin rumbo, intentando alejarse del agua, buscando algún refugio, o simplemente intentando adivinar qué estaba pasando. Apenas iluminaban las calles algunas luces de los autos. Las voces desesperadas en el medio del silencio aún retumban en nuestros oídos. Marina y yo fuimos al club, que desde esa misma tarde ya estaba dispuesto como centro de evacuados. Todavía no sabíamos lo que nos esperaba, pero al filo de la madrugada llegó la primera familia: una joven madre con su hijo, que esperaba al marido con los pocos petates que alcanzaron a sacar de su casa. Eran de barrio Centenario. Y después llegó Mirta con sus hijos; más tarde una familia de barrio Alfonso; después el Lucho; en algún momento llegó José Osvaldo... Cuando al día siguiente hicimos el recuento, éramos más de 80 personas instaladas en los salones que hacían las veces de habitaciones-casas. Mientras tanto, afuera el río había seguido subiendo, había inundado la mitad de la ciudad, había destruido barrios enteros. Seguíamos sin luz, con toque de queda (Gendarmería y helicópteros incluidos) Los días pasaron. Dentro de una extraña normalidad la gente seguía buscando su gente extraviada y cuidando su casa inundada y transitando las calles que parecían bombardeadas. El desconcierto y la rutina se mezclaron, y todo se tiñó de una lúgubre sensación: había que seguir la vida, aún en medio de las ruinas. Terminó mayo y llegó junio. De a poco el río fue cediendo, los vecinos volviendo a su casa, la ciudad retomando el ritmo lento con el que suele andar. Y cada uno empezó a juntar los pedacitos. Algunos con las cosas que les quedaron bajo el agua, otros con las que salvaron, los demás con lo que vieron del espanto. Y después, el invierno. "A mí nadie me avisó", y todavía se nos estruja el corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario