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Aventuras sarutnevA

viernes, 17 de mayo de 2013

Sin título

Entonces se despertaba bajo el farol de las estrellas, pegado a la pared de una esquina con otro nombre, el mismo de siempre. Y caminaba la madrugada, atento a los des-ruidos que pasaban las calles: una radio lejana, conversaciones de borrachos viejos, pasos que no se animaban a acercarse, un patrullero que esta vez no era para él. Y la luna siempre engamuzada, altanera y fiel, amiga de los todavía despiertos. Pero el bagre ya picaba hace rato, y la poesía ahora era caminata hasta el bar donde se animaba a pedir algo para comer. Esta noche era arroz con hongos y pollo sin piel: tibio, grasoso, dócil entre los dientes que lo despedazaban con voracidad. La música se iba apagando y el clima tibio que envolvía el otoño parecía a punto de empezar a trastabillar. Era la hora más triste del día, cuando las ganas bajaban el telón. Pero para él, todo estaba por hacerse. Cuando el incendio en las tripas se iba callando podía volver a pensar en lo que le gustaba. Siempre dejaba los momentos más hermosos para recordarlos después del hambre. Cierro los ojos y me acuerdo que una vez volé. Estaba con mi tío y me dolía la panza del miedo. Cuando vi que ya nos estaba por tocar a nosotros, me empezaron a transpirar las manos y los pies. Era muy alto. Una rueda con sillitas, todas rojas, todas como en una casita, todas detrás de la anterior, girando hasta el cielo. Estuve a punto de llorar, pero apreté la mano de mi tío, hice como si fuera un gran campeón, y me subí. Cada vez íbamos más lejos del piso, la casita de sillas rojas subía lenta pero sin dudas. Tenía miedo, pero solté las manos y estiré los brazos para tocar el cielo. Cuando estaba arriba no pude contener un grito que vino desde muy adentro, como si hubiera vomitado pero todo con letras “aaaaaa” que no terminaban nunca. Después de ahí nunca más tuve miedo a nada, fue como si esa vez me hubiera gastado todo. Los ruidos de la noche eran cada vez más opacos y fugaces. Las luces, más brillantes y artificiales. La peatonal a esa hora era como una alfombra de gala pisoteada por un malón. Apenas un vidrio separaba la realidad abyecta de un mundo de espuma, de relojes con malla de goma y cadenitas doradas. Y entonces miró fijo, apuntó, tiró con fuerza: una piedra afilada le dio de lleno a la vidriera y rompió la quietud de la madrugada en un perfecto estruendo. De la realidad para afuera se empezó a resquebrajar el mundo: de a uno, secos, perfectos, cayeron los pedacitos. Cuando llegó a la esquina corriendo se dio cuenta de la sirena que se escuchaba bien cerca. Ahora sí, el patrullero era para él.

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